jueves, 24 de septiembre de 2015

DIANAS

“¡Cuánta fuerza y qué poca puntería!"
El acerado e imponente cuerpo desnudo de Sulimán, brillaba en la noche del desierto a la luz de las antorchas.

Mientras ponía todo el peso de su torso sobre la madera del arco, aquellas palabras de la sultana madre retumbaban en su cabeza. Finalmente, con su diestra terminó de engarzar la cuerda en la muesca de aquel arma, que solo él era capaz de tensar.

Montó una flecha. Apuntó cuidadosamente y soltó la mano. Tomo otra y repitió la operación. Y así una tercera vez.
Respiró y miró la diana que, como siempre, tenía las tres flechas en su centro exacto.

Entregó el arco al eunuco que lo acompañaba y cabizbajo se dirigió a la alcoba del harén, en un nuevo intento de engendrar al heredero que su madre le requería.


Presentado al Concurso Relatos Encadenados cadena SER.
Frase de comienzo: CUANTA FUERZA Y QUE POCA PUNTERÍA.
Fecha: 17/09/2015

domingo, 6 de septiembre de 2015

RECUERDO NUMERO 327

Éramos niños en un pueblo y eso es sinónimo de libertad. Diez o doce amigos con diez años en un pueblo de Segovia con apenas cien habitantes, era el delirio. Mi verano no quería ser playa, montaña, turismo.... Mi verano quería ser Juarros de Riomoros, Andrés, Aurelio, Carmelo, Vicente, Juan Carlos, Ignacio, José Antonio, Alfredo.... Mis amigos y el sol, los rastrojos, el soto, el río.

Recuerdo aquel día que el perro de Mauricio, el tío de Andrés, se vino con nosotros. Era un perro de caza con manchitas de color gris y orejas colgantes, nervioso y escurridizo. Caminaba delante de nosotros por las tierras recién segadas olisqueándolo todo y en zig, zag.

Nosotros reíamos tras él a pleno sol. Yo llevaba sandalias y los cañotes de la cebada que quedaban en la tierra, se me clavaban de vez en cuando entre los dedos. Mi tío José me había enseñado a caminar por el rastrojo. No debía levantar mucho el pie, sino prácticamente arrastrarlo, de forma que aplastara las duras puntas de paja que sobresalían perpendicularmente del suelo.

Dispersos por el terreno llano, había pequeños cerros de paja que la cosechadora había ido dejando a la espera de que pasara la máquina empaquetadora. 

En ese momento, a unos 50 metros, el perro se quedó como una estatua frente a uno de ellos. No movía ni un pelo. 

Andrés gritó: “¡Codornices!” y echó a correr. Todos le seguimos. Y él se tiró en plancha sobre el montón al que apuntaba el hocico del perro.

Poco a poco comenzó a levantar la paja que había bajo su cuerpo. Era como si buscara algo muy delicado entre todo el lío de hebras amarillas. Y allí aparecieron. Acurrucados unos contra otros 5 pollos de codorniz, pequeñitos, apenas habían eliminado el plumón.

Los sacamos de uno en uno. Sus cuerpos estaban calientes y temblorosos, y las diminutas uñas no conseguían ni arañar nuestros dedos al intentar zafarse. 

Para no estrujarlos, los repartimos en las gorras verdes que llevábamos algunos en las que podía leerse "Piensos Biona". 

No recuerdo como regresamos a casa. Pero al día siguiente alguien había hecho una gran jaula de madera con una enorme caja de fruta y una lambrera, y allí estaban los pollos picoteando unos granos de trigo y pan mojado en agua que les habían echado.


Supongo que a las pocas semanas estarían complementando un arroz o unas patatas guisadas.