Éramos niños en un pueblo y eso es sinónimo de libertad. Diez o doce amigos con diez años en un pueblo de Segovia
con apenas cien habitantes, era el delirio. Mi verano no quería ser playa,
montaña, turismo.... Mi verano quería ser Juarros de Riomoros, Andrés, Aurelio,
Carmelo, Vicente, Juan Carlos, Ignacio, José Antonio, Alfredo.... Mis amigos y
el sol, los rastrojos, el soto, el río.
Recuerdo aquel día que el
perro de Mauricio, el tío de Andrés, se vino con nosotros. Era un perro de caza
con manchitas de color gris y orejas colgantes, nervioso y escurridizo. Caminaba delante de
nosotros por las tierras recién segadas olisqueándolo todo y en zig, zag.
Nosotros reíamos tras él a
pleno sol. Yo llevaba sandalias y los cañotes de la cebada que quedaban en la
tierra, se me clavaban de vez en cuando entre los dedos. Mi tío José me había
enseñado a caminar por el rastrojo. No debía levantar mucho el pie, sino
prácticamente arrastrarlo, de forma que aplastara las duras puntas de paja que
sobresalían perpendicularmente del suelo.
Dispersos por el terreno llano, había pequeños cerros de paja que la cosechadora había ido dejando a la espera de que pasara la máquina empaquetadora.
En ese momento, a unos 50 metros, el perro se quedó como una estatua frente a uno de ellos. No movía ni un pelo.
Andrés gritó: “¡Codornices!” y echó a correr. Todos le seguimos. Y él se tiró en plancha sobre el montón al que apuntaba el hocico del perro.
En ese momento, a unos 50 metros, el perro se quedó como una estatua frente a uno de ellos. No movía ni un pelo.
Andrés gritó: “¡Codornices!” y echó a correr. Todos le seguimos. Y él se tiró en plancha sobre el montón al que apuntaba el hocico del perro.
Poco a poco comenzó a
levantar la paja que había bajo su cuerpo. Era como si buscara algo muy
delicado entre todo el lío de hebras amarillas. Y allí aparecieron. Acurrucados unos contra otros 5
pollos de codorniz, pequeñitos, apenas habían eliminado el plumón.
Los sacamos de uno en uno. Sus cuerpos estaban calientes y temblorosos, y las diminutas uñas no conseguían ni arañar nuestros dedos al intentar zafarse.
Para no estrujarlos, los repartimos en las gorras verdes que llevábamos algunos en las que podía leerse "Piensos Biona".
Para no estrujarlos, los repartimos en las gorras verdes que llevábamos algunos en las que podía leerse "Piensos Biona".
No recuerdo como regresamos a
casa. Pero al día siguiente alguien había hecho una gran jaula de madera con una enorme
caja de fruta y una lambrera, y allí estaban los pollos picoteando unos granos
de trigo y pan mojado en agua que les habían echado.
Supongo que a las pocas
semanas estarían complementando un arroz o unas patatas guisadas.
Que recuerdos, madre mía!!! ¡¡¡Qué suerte haber tenido pueblo para pasar los veranos y fines de semana!!!! Un abrazo, Maribel.
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