Al finalizar
el pasado curso, mi hijo de 15 años, se empeñó en ponerse "piercing"
en las orejas. ¡Vaya! que quería ponerse pendientes.
Por supuesto
yo me opuse. Entiendo que a los 15 años es muy joven para hacer algo, que hasta
ahora estaba reservado a las chicas, y que supone saltarse las normas de
nuestra cultura.
Pero lo
cierto es que lo hice con poca vehemencia y finalmente me convenció. Así que,
lo acompañé a un lugar que me inspiraba suficientes garantías higiénicas, y
firmé la oportuna autorización.
El verano,
ha sido un continuo mareo de abuelos, tíos y amigos diciéndome que cómo lo he
consentido. Porque para más inri los pendientes que se compró fueron de color
rosa. Para bien o para mal he de decir que yo he estado de parte de mi chico, porque
entiendo que un padre siempre debe estar ahí. Sobre todo si a los demás les
debiera importar un carajo. Y qué narices, es que a mí me parece que está muy
guapo.
Han
comenzado las clases y la mala fortuna ha querido que el tercer día de
instituto, jugando al fútbol en el recreo, se enganchara un pendiente en la red
de la portería y le hiciera un siete en el lóbulo correspondiente. Resultado,
seis puntos de sutura por delante y por
detrás de la oreja y el consiguiente susto.
Como no
podía ser de otra manera, yo no he perdido la ocasión de decirle la típica
frase de reproche: "Ves, si me hubieras hecho caso y no te los hubieras
puesto no te habría ocurrido esto".
Entonces él
me contestó tranquilamente. Creo que ha sido de las pocas veces que no lo ha
hecho de malas maneras. Y lo hizo con la contestación más cruel que alguien que
está comenzando a vivir puede hacer a quién ha consumido buena parte de su
tiempo: "Entonces ¿no debo hacer nada de lo que me guste por miedo a lo
que pueda pasar?". Y me miró fijamente a los ojos.
"¿Te
duele?" - Le contesté después de unos segundos de silencio.
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